jueves, 27 de septiembre de 2012
INTRODUCCIÓN A LA MATERIA "CIENCIA PARA EL MUNDO CONTEMPORÁNEO" / "SCIENCE FOR THE CITIZENSHIP" - SUBJECT TAUGHT IN UPPER SECONDARY
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martes, 25 de septiembre de 2012
NUEVA LEY EDUCATIVA: PELIGRO PARA LA CIENCIA, PELIGRO PARA LA DEMOCRACIA
“La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país.” “…apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global”. Éste es el tono meramente utilitario que marca el preámbulo del anteproyecto de la LOMCE, la nueva (de momento, porque ya he perdido la cuenta de tantas leyes educativas) ley orgánica de educación. Pero el hedor a clasismo y desprecio a los más desfavorecidos alcanza su máxima cota en el siguiente párrafo:
El principal objetivo de esta reforma es mejorar la calidad educativa, partiendo de la premisa de que la calidad educativa debe medirse en función del “output” (resultados de los estudiantes) y no del “input” (niveles de inversión, número de profesores, número de centros, etc.).
Si ésta es la filosofía que inspira la última (de momento, insisto) reforma educativa, no deben extrañarnos medidas ya anunciadas, como la financiación pública de centros que segregan al alumnado en función de su género, o el adelantamiento a 3º de ESO de la separación entre la vía hacia la universidad y la que conduce a una formación profesional de cualificación problemática.
Pero todo lo anterior, con ser muy grave, no debería hacernos olvidar otros cambios anunciados en el anteproyecto, y que afectan al currículo de las distintas etapas educativas. Entre ellos, encuentro especialmente dañino la desaparición de la materia Ciencia para el Mundo Contemporáneo de todas las modalidades de Bachillerato. Apenas estaba empezando a calar en algunos sectores de opinión la idea de que la Ciencia es parte de la cultura (una parte tan importante como la Literatura, la Filosofía o el Arte), que un ciudadano de una sociedad democrática debe ser capaz de distinguir las ciencias de las pseudociencias, valorar los enormes avances en bienestar que el conocimiento tecnocientífico nos ha aportado, así como mantener una actitud crítica hacia cualquier intento de patrimonializar la ciencia y, de esta manera servirse de ella para intereses espurios. Si no se remedia este desaguisado, nuevamente volveremos a tener eminentes juristas o catedráticos de Filología Hispánica cuyo último contacto el estudio científico de la Naturaleza habrá sido a los 14 años. ¿Tiene esto sentido en la sociedad contemporánea, tan impregnada de ciencia y tecnología en todos sus aspectos?
El desaguisado se completa en los bachilleratos de Ciencias con la reducción de la materia Ciencias de la Tierra y Medioambientales a la condición de optativa entre otras varias, lo que conducirá a su práctica desaparición. Esta materia se centra en el estudio de las interacciones entre el planeta Tierra, entendido como un sistema, y las sociedades humanas. En ella ocupan un lugar preeminente muchas de las grandes cuestiones ambientales y sociales de la actualidad: el calentamiento global, la agricultura y la alimentación mundiales, las energías renovables y no renovables, la gestión del agua, el urbanismo, la contaminación atmosférica y de los alimentos, etc. La asignatura aborda los anteriores temas de manera científica y racional, sin olvidar la componente ética y valorativa necesaria en su tratamiento. En un momento de la historia en el que nuestro futuro se dirime, en gran parte, en el tratamiento que demos como sociedad a estas cuestiones, no parece muy sensato reducir los saberes ambientales a la mínima expresión en el Bachillerato.
Todo lo anterior nos lleva a pensar que este Anteproyecto de Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (¿no suena un poco orwelliano este rimbombante título?) supone, de aprobarse en su actual forma, un tremendo retroceso en la educación y, más específicamente, en la formación científica y para la ciudadanía. El daño infligido a la cultura y la calidad democrática de nuestra sociedad será tan profundo que podríamos tardar en recuperarnos más de una generación. Uno, en su ingenuidad, creía definitivamente olvidados los tiempos oscuros de nuestra historia en que se cerraban universidades al tiempo que se abrían escuelas de tauromaquia. Desgraciadamente, parece que no es tan fácil salir de la caverna.
El principal objetivo de esta reforma es mejorar la calidad educativa, partiendo de la premisa de que la calidad educativa debe medirse en función del “output” (resultados de los estudiantes) y no del “input” (niveles de inversión, número de profesores, número de centros, etc.).
Si ésta es la filosofía que inspira la última (de momento, insisto) reforma educativa, no deben extrañarnos medidas ya anunciadas, como la financiación pública de centros que segregan al alumnado en función de su género, o el adelantamiento a 3º de ESO de la separación entre la vía hacia la universidad y la que conduce a una formación profesional de cualificación problemática.
Pero todo lo anterior, con ser muy grave, no debería hacernos olvidar otros cambios anunciados en el anteproyecto, y que afectan al currículo de las distintas etapas educativas. Entre ellos, encuentro especialmente dañino la desaparición de la materia Ciencia para el Mundo Contemporáneo de todas las modalidades de Bachillerato. Apenas estaba empezando a calar en algunos sectores de opinión la idea de que la Ciencia es parte de la cultura (una parte tan importante como la Literatura, la Filosofía o el Arte), que un ciudadano de una sociedad democrática debe ser capaz de distinguir las ciencias de las pseudociencias, valorar los enormes avances en bienestar que el conocimiento tecnocientífico nos ha aportado, así como mantener una actitud crítica hacia cualquier intento de patrimonializar la ciencia y, de esta manera servirse de ella para intereses espurios. Si no se remedia este desaguisado, nuevamente volveremos a tener eminentes juristas o catedráticos de Filología Hispánica cuyo último contacto el estudio científico de la Naturaleza habrá sido a los 14 años. ¿Tiene esto sentido en la sociedad contemporánea, tan impregnada de ciencia y tecnología en todos sus aspectos?
El desaguisado se completa en los bachilleratos de Ciencias con la reducción de la materia Ciencias de la Tierra y Medioambientales a la condición de optativa entre otras varias, lo que conducirá a su práctica desaparición. Esta materia se centra en el estudio de las interacciones entre el planeta Tierra, entendido como un sistema, y las sociedades humanas. En ella ocupan un lugar preeminente muchas de las grandes cuestiones ambientales y sociales de la actualidad: el calentamiento global, la agricultura y la alimentación mundiales, las energías renovables y no renovables, la gestión del agua, el urbanismo, la contaminación atmosférica y de los alimentos, etc. La asignatura aborda los anteriores temas de manera científica y racional, sin olvidar la componente ética y valorativa necesaria en su tratamiento. En un momento de la historia en el que nuestro futuro se dirime, en gran parte, en el tratamiento que demos como sociedad a estas cuestiones, no parece muy sensato reducir los saberes ambientales a la mínima expresión en el Bachillerato.
Todo lo anterior nos lleva a pensar que este Anteproyecto de Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (¿no suena un poco orwelliano este rimbombante título?) supone, de aprobarse en su actual forma, un tremendo retroceso en la educación y, más específicamente, en la formación científica y para la ciudadanía. El daño infligido a la cultura y la calidad democrática de nuestra sociedad será tan profundo que podríamos tardar en recuperarnos más de una generación. Uno, en su ingenuidad, creía definitivamente olvidados los tiempos oscuros de nuestra historia en que se cerraban universidades al tiempo que se abrían escuelas de tauromaquia. Desgraciadamente, parece que no es tan fácil salir de la caverna.
martes, 4 de septiembre de 2012
viernes, 31 de agosto de 2012
GENÉTICA Y AMBIENTE EN EL DESARROLLO DE LA DEPRESIÓN
El
debate genética – ambiente está en el centro de los intentos de explicar
científicamente la conducta humana. Este debate se ha ido refinando desde sus
primeras formulaciones en el siglo XIX hasta la actualidad. Inicialmente, los
científicos del comportamiento humano se posicionaban de forma bastante
maniquea. Recordemos las teorías de Lombroso y otros, que ligaban la
criminalidad a ciertas anomalías anatómicas o cromosómicas. En el extremo
opuesto, los primeros conductistas y otras escuelas psicológicas insistían en
su idea de la mente humana como “tabla rasa”, que se llenaba con los estímulos
educativos.
En la
actualidad, la mayoría de los científicos que estudian, desde distintos
enfoques, la conducta humana, aceptan que herencia y ambiente juegan un papel
muy importante en su explicación. Consideran, asimismo, que el componente
genético es mucho más flexible de lo que se pensaba hace unos años (nada
parecido al “gen de la agresividad” que todavía publicitan algunos
divulgadores), puesto que un mismo genotipo puede dar lugar a muy diferentes
conductas dependiendo de las variables ambientales que incidan en su
desarrollo. Esto les lleva a centrar sus
estudios en las interacciones entre genoma y ambiente. Veámoslo en el ejemplo
de la depresión.
Nos
referimos, en principio, a la depresión
reactiva, que es una respuesta orgánica a situaciones estresantes graves o
prolongadas en el tiempo. Como todos sabemos, no todas las personas reaccionan
de la misma manera a estas situaciones: mientras algunas son muy resistentes a
la depresión, otras desarrollan un cuadro depresivo con relativa facilidad
cuando están sometidas a situaciones de estrés. ¿Hay alguna explicación
genética a estas diferencias? Se sabe desde hace cierto tiempo que en los macacos
Rhesus (Macaca mulatta) el gen 5-HTT, que controla la actividad de la
serotonina, influye en la resistencia al estrés. Algunas variantes (alelos)
proporcionan mayor resistencia al estrés y, consecuentemente, mayor dificultad
para desarrollar un cuadro depresivo ¿Ocurrirá algo parecido en humanos?
Para empezar,
en nuestra especie se ha identificado un gen equivalente al anterior: el
5-HTTLPR, que dirige la síntesis de una proteína transportadora de la
serotonina. Este neurotransmisor interviene en múltiples vías nerviosas y sus
acciones, a través de multitud de pasos intermedios no bien conocidos,
incrementan la resistencia al estrés, dificultando, por tanto, la aparición de
una depresión reactiva. La variante (alelo
es la palabra técnica) de este gen conocida como “larga” (l) intensifica la acción de la serotonina, mientras que la variante
“corta” (c) tiene el efecto
contrario.
En un
estudio realizado en Gran Bretaña, se hizo un seguimiento de 1037 personas
desde su nacimiento hasta que cumplieron 26 años. Se registraron, en todas
ellas, las experiencias estresantes padecidas y, en su caso, los episodios de
depresión, y se correlacionaron con la variante alélica (l o c) del gen 5-HTTLPR
que presentaba cada uno. Los resultados fueron sorprendentes.
Los individuos
que habían heredado un alelo l de su
padre y otro de su madre (abreviadamente, ll)
y quienes habían heredado un alelo l de
un progenitor y uno c del otro (cl), padecieron más depresiones cuantas
más situaciones estresantes sufrieron. Por el contrario, los portadores de dos
copias del alelo l (ll) parecían insensibles a la presión
ambiental: sólo un 10 – 17% de ellos padecieron depresiones, pero en estos
casos la depresión se daba independientemente de que hubieran pasado o no por
situaciones estresantes.
En
conclusión, parece que el alelo c
hace a sus portadores más sensibles a estresantes ambientales, por lo que
aumenta la probabilidad de sufrir depresiones a lo largo de la vida si es que la persona pasa por situaciones
estresantes. En cambio, el alelo l
hace a sus portadores menos vulnerables a los factores ambientales que
desencadenan depresiones, pero no “inmuniza” contra ellas, puesto que entre un
10% y un 17% de sus portadores las padecieron.
Este
ejemplo, junto con otros muchos de interacción genoma-ambiente, nos permite
concluir que tanto uno como otro juegan un papel muy importante, pero que éste
debe ser entendido como algo flexible, como lo es el resultado final de esas
interacciones: la conducta. En nuestro ejemplo, conocer la constitución
genética de una persona nos podría permitir evaluar la probabilidad o, si queréis, el “riesgo” de padecer depresiones
reactivas a lo largo de su vida (algo útil si se quiere desarrollar algún tipo
de programa preventivo) pero en absoluto “predecir” si la persona padecerá una,
dos, tres o ninguna depresión a lo largo de su vida. La diferencia es grande:
las consecuencias, también.
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miércoles, 22 de agosto de 2012
KILLER WHALES ARE NOT KILLERS : LAS METÁFORAS EN LA COMUNICACIÓN CIENTÍFICA
Puede
que sea deformación profesional. Soy biólogo por formación inicial y eso, de lo
que no reniego, me puede suponer un sesgo en mi percepción de ciertos textos
divulgativos. Ya me voy acostumbrando a la redundancia de expresiones como herencia genética (en un contexto de
ciencias biológicas no hay otra herencia) o mutación
genética (igual que en el caso anterior). Acepto, desde mucho tiempo antes,
la selva amazónica como farmacia, las mitocondrias como horno o cocina y el ADN
como libro, por no hablar de las abejas reinas
o las hormigas obreras. Las
metáforas, pleonasmos y otras figuras literarias son necesarias cuando se trata
de hacer divulgación científica y, a veces, incluso en el mismo lenguaje
científico. Eso no significa que todas sean igualmente afortunadas, pero, nos
guste o no a quienes tenemos una formación científica de base, no podemos
prescindir de ellas si queremos hacer llegar la ciencia al mayor número posible
de personas.
Naturalmente,
el uso de figuras literarias encierra peligros, todos ellos relacionados con la
posibilidad de desvirtuar el contenido científico que se quiere transmitir. A
menudo, intentando comparar un rasgo de los seres vivos con otro de las
sociedades humanas (redundancia discutible esta última, pero ésa es otra
cuestión) terminamos por antropomorfizar
la naturaleza, otorgando calificaciones morales a acciones animales como la
depredación o el parasitismo.
Estoy cansado de oír llamar asesinas a las orcas por el simple hecho de alimentarse de
pingüinos. En castellano, asesinar
significa “matar a una persona con premeditación y alevosía”. Las connotaciones
anteriores son las que hacen que, en un contexto humano, un asesinato sea
éticamente inaceptable y, por tanto, objeto de grave sanción en todos los
códigos penales del mundo. No creo que la simple depredación pueda equipararse
a un asesinato, por la sencilla razón de que la conducta predatoria no es una
conducta a la que puedan aplicarse consideraciones éticas. ¿Son las mariquitas
asesinas de pulgones? ¿Los gorriones, asesinos de polillas? ¿Asesinan las
salamanquesas a los mosquitos que se comen?
Cuando
intentamos explicar un fenómeno natural debemos ser cuidadosos en el uso del
lenguaje. De lo contrario, podremos ser mejores o peores imitadores de Esopo o
La Fontaine, pero no comunicadores científicos. Y, lo que es más grave,
estaremos contando falsedades.
miércoles, 18 de julio de 2012
SOMOS HUMANOS PORQUE SOMOS NIÑOS / WE ARE HUMANS BECAUSE WE ARE CHILDREN
![]() |
Tomografía de un cerebro humano adulto |
Uno de los fenómenos más fascinantes que rodean la evolución de nuestros antepasados es la “invención” evolutiva de la niñez. Se trata de un fenómeno poco conocido fuera del mundillo de los expertos en evolución, a pesar de que, de una u otra manera, es tratado en bastantes libros de divulgación científica. Si tuviera que elegir uno por su claridad, quizá me quedaría con La evolución del talento, escrito por J.M. Bermúdez de Castro, uno de los tres codirectores de las excavaciones de Atapuerca.
Durante un período bastante largo de la evolución de nuestros antepasados homininos, el entorno natural en el que estos tenían que desenvolverse era bastante parecido a la actual sabana arbolada del Este de África. Parece evidente que en este ecosistema una conducta más elaborada y estratégica, posibilitada por un cerebro mayor y de mayor complejidad, proporcionaría ventajas adaptativas. El carroñeo y la caza organizados en grupo, la elaboración de distintos tipos de herramientas, la planificación consciente de todo lo anterior,… todo ello se ve favorecido por un mayor número de neuronas en la corteza cerebral y por la capacidad de formar redes neuronales más complejas. La selección natural debió favorecer, por tanto, un incremento progresivo del volumen craneal en nuestros antepasados.
Sin embargo, este crecimiento del cerebro y, consecuentemente, del cráneo, debió topar pronto con un formidable obstáculo anatómico. El canal del parto – el espacio en la pelvis por el que debe salir el bebé en el parto – impone un límite al volumen craneal de unos 350 cm3. Éste es, precisamente, el volumen craneal de un chimpancé actual, y también el de nuestros recién nacidos. Un volumen mayor dificultaría o imposibilitaría el parto. Por otro lado, en los chimpancés y, con toda probabilidad, en nuestros antepasados australopitecinos, tras el parto el crecimiento del cerebro es bastante limitado, acompasándose al del resto del cuerpo. Si hubiéramos mantenido el mismo ritmo de crecimiento que otros primates, nuestro cerebro no hubiera podido pasar de los 650 cm3 de Homo habilis, en lugar de los 1300 cm3 de nuestra especie.
Una posible solución hubiera sido que la selección natural favoreciera aquellos genes que aumentan la duración de la infancia, pues en este período de nuestra existencia el ritmo de crecimiento es aún muy rápido. Por desgracia, aquí nos encontramos otro serio obstáculo, esta vez de índole fisiológica. La infancia – período que abarca aproximadamente los 3 o 4 primeros años de vida del individuo – se caracteriza porque la alimentación se hace a través de la leche materna. La secreción de leche en la madre es estimulada por la prolactina, hormona que tiene además otro importante efecto en primates: inhibe la ovulación. El sentido adaptativo de esta doble acción de la prolactina es fácil de comprender: es muy difícil que una hembra pueda simultanear los cuidados de una cría (lactancia incluida) con un nuevo embarazo. De hecho, algunos pueblos cazadores – recolectores actuales, como los ¡kung de Namibia, prolongan al máximo la lactancia para reducir un crecimiento demográfico que acabaría por poner en riesgo sus recursos.
Así pues, la selección natural ha debido favorecer otro grupo de genes responsables de una ralentización aún mayor del crecimiento cerebral, desacoplándolo parcialmente del crecimiento de otras partes de nuestro organismo. El resultado ha sido la aparición de una nueva etapa en el desarrollo del ser humano. Nos referimos a la niñez, o segunda infancia. En esta etapa, que dura de los 3 a los 7 – 8 años, los genes priorizan el crecimiento rápido y prolongado del cerebro, aunque no terminan de establecer todas las conexiones neuronales propias del órgano adulto. Esto queda para la adolescencia, otra etapa novedosa entre los primates. Muchos antropólogos piensan que el típico “estirón” puberal permite compensar el período de niñez, en que el crecimiento se concentró en el cerebro, ralentizándose en el resto del cuerpo.
Esta hipótesis permite, de paso, explicar otro rasgo casi exclusivo de nuestra especie. Nos referimos a la acusada (más que en otros Primates) altriacidad, o desvalimiento durante la infancia (0 – 3 años) causado por la escasa conectividad de las neuronas cerebrales. Según esta hipótesis, la selección natural habría favorecido mutaciones que ralentizaron la conectividad neuronal en el recién nacido, porque esto permitiría un cerebro adulto más grande y complejo, además de permitir que ese crecimiento se hiciera en estrecha interacción con los estímulos ambientales.
Para poder redondear esta hipótesis evolutiva sólo faltaría identificar los genes que influyen en la velocidad de crecimiento de los distintos tejidos y órganos, y en particular del cerebro. Hasta el momento se han identificado varios candidatos. El gen NRCAM regula el establecimiento de conexiones axodendríticas entre las neuronas (recordemos que una sola de estas células puede establecer conexiones con otras 10000 como ella) y, por tanto, de redes neuronales más o menos complejas, algo fundamental para el comportamiento y el aprendizaje. Por otro lado, los genes SHH y LHX1 están implicados en la formación y maduración de varias regiones de la corteza cerebral. En todos estos genes se han identificado ya mutaciones que afectan a la velocidad de formación de las estructuras que controlan.
En resumen, podemos decir que los avances en Biología Molecular están dotando de un contenido progresivamente más preciso a la hipótesis “de sentido común” según la cual, el ambiente abierto de las sabanas favoreció un cambio profundo en nuestro ritmo de crecimiento - con la aparición de una nueva etapa de nuestra vida: la niñez – que permitió a nuestros antepasados dotarse progresivamente de ese prodigioso órgano computacional e inteligente que es nuestro cerebro. La niñez sería, pues, el signo de nuestra humanidad.
Durante un período bastante largo de la evolución de nuestros antepasados homininos, el entorno natural en el que estos tenían que desenvolverse era bastante parecido a la actual sabana arbolada del Este de África. Parece evidente que en este ecosistema una conducta más elaborada y estratégica, posibilitada por un cerebro mayor y de mayor complejidad, proporcionaría ventajas adaptativas. El carroñeo y la caza organizados en grupo, la elaboración de distintos tipos de herramientas, la planificación consciente de todo lo anterior,… todo ello se ve favorecido por un mayor número de neuronas en la corteza cerebral y por la capacidad de formar redes neuronales más complejas. La selección natural debió favorecer, por tanto, un incremento progresivo del volumen craneal en nuestros antepasados.
Sin embargo, este crecimiento del cerebro y, consecuentemente, del cráneo, debió topar pronto con un formidable obstáculo anatómico. El canal del parto – el espacio en la pelvis por el que debe salir el bebé en el parto – impone un límite al volumen craneal de unos 350 cm3. Éste es, precisamente, el volumen craneal de un chimpancé actual, y también el de nuestros recién nacidos. Un volumen mayor dificultaría o imposibilitaría el parto. Por otro lado, en los chimpancés y, con toda probabilidad, en nuestros antepasados australopitecinos, tras el parto el crecimiento del cerebro es bastante limitado, acompasándose al del resto del cuerpo. Si hubiéramos mantenido el mismo ritmo de crecimiento que otros primates, nuestro cerebro no hubiera podido pasar de los 650 cm3 de Homo habilis, en lugar de los 1300 cm3 de nuestra especie.
Una posible solución hubiera sido que la selección natural favoreciera aquellos genes que aumentan la duración de la infancia, pues en este período de nuestra existencia el ritmo de crecimiento es aún muy rápido. Por desgracia, aquí nos encontramos otro serio obstáculo, esta vez de índole fisiológica. La infancia – período que abarca aproximadamente los 3 o 4 primeros años de vida del individuo – se caracteriza porque la alimentación se hace a través de la leche materna. La secreción de leche en la madre es estimulada por la prolactina, hormona que tiene además otro importante efecto en primates: inhibe la ovulación. El sentido adaptativo de esta doble acción de la prolactina es fácil de comprender: es muy difícil que una hembra pueda simultanear los cuidados de una cría (lactancia incluida) con un nuevo embarazo. De hecho, algunos pueblos cazadores – recolectores actuales, como los ¡kung de Namibia, prolongan al máximo la lactancia para reducir un crecimiento demográfico que acabaría por poner en riesgo sus recursos.
Así pues, la selección natural ha debido favorecer otro grupo de genes responsables de una ralentización aún mayor del crecimiento cerebral, desacoplándolo parcialmente del crecimiento de otras partes de nuestro organismo. El resultado ha sido la aparición de una nueva etapa en el desarrollo del ser humano. Nos referimos a la niñez, o segunda infancia. En esta etapa, que dura de los 3 a los 7 – 8 años, los genes priorizan el crecimiento rápido y prolongado del cerebro, aunque no terminan de establecer todas las conexiones neuronales propias del órgano adulto. Esto queda para la adolescencia, otra etapa novedosa entre los primates. Muchos antropólogos piensan que el típico “estirón” puberal permite compensar el período de niñez, en que el crecimiento se concentró en el cerebro, ralentizándose en el resto del cuerpo.
Esta hipótesis permite, de paso, explicar otro rasgo casi exclusivo de nuestra especie. Nos referimos a la acusada (más que en otros Primates) altriacidad, o desvalimiento durante la infancia (0 – 3 años) causado por la escasa conectividad de las neuronas cerebrales. Según esta hipótesis, la selección natural habría favorecido mutaciones que ralentizaron la conectividad neuronal en el recién nacido, porque esto permitiría un cerebro adulto más grande y complejo, además de permitir que ese crecimiento se hiciera en estrecha interacción con los estímulos ambientales.
Para poder redondear esta hipótesis evolutiva sólo faltaría identificar los genes que influyen en la velocidad de crecimiento de los distintos tejidos y órganos, y en particular del cerebro. Hasta el momento se han identificado varios candidatos. El gen NRCAM regula el establecimiento de conexiones axodendríticas entre las neuronas (recordemos que una sola de estas células puede establecer conexiones con otras 10000 como ella) y, por tanto, de redes neuronales más o menos complejas, algo fundamental para el comportamiento y el aprendizaje. Por otro lado, los genes SHH y LHX1 están implicados en la formación y maduración de varias regiones de la corteza cerebral. En todos estos genes se han identificado ya mutaciones que afectan a la velocidad de formación de las estructuras que controlan.
En resumen, podemos decir que los avances en Biología Molecular están dotando de un contenido progresivamente más preciso a la hipótesis “de sentido común” según la cual, el ambiente abierto de las sabanas favoreció un cambio profundo en nuestro ritmo de crecimiento - con la aparición de una nueva etapa de nuestra vida: la niñez – que permitió a nuestros antepasados dotarse progresivamente de ese prodigioso órgano computacional e inteligente que es nuestro cerebro. La niñez sería, pues, el signo de nuestra humanidad.

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domingo, 8 de julio de 2012
SOBRE COOPERACIÓN, MODELOS Y RESPUESTAS A LA CRISIS / ABOUT COOPERATION, MODELS AND ANSWERS TO CRISIS
This post was originally an answer to an article published by Carlos M. Duarte - a well-known researcher in Oceanography - in the Spanis version of The Huffington Post. You can read the original article of Prof Duarte here. I advise you to read this article fistly, in order to better understand the context and meaning of my comments.
El artículo publicado por Carlos M. Duarte en The Huffington Post suscita en mí
importantes acuerdos y desacuerdos.
Acuerdos: En primer lugar, la importancia de la cooperación
y la necesidad de fomentar este valor social frente a la competitividad
imperante. También estoy de acuerdo en constatar que nuestra sociedad presenta
unos niveles de solidaridad entre miembros de familias extensas, vecinos, etc.
que nos permiten aguantar y superar muchas situaciones sociales difíciles. Por
cierto, me temo que este rasgo de nuestra sociedad es aprovechado por poderes
económicos y políticos para tensar más y más la cuerda de los recortes
sociales.
Desacuerdos: la extrapolación directa de situaciones
naturales a la sociedad. Lo hizo Spencer (darwinismo social) con la
competencia, y justificó el capitalismo salvaje. Lo hizo Kropotkin (anarquismo
naturalista) con la cooperación, y seguimos esperando alguna confirmación de
sus hipótesis. En mi opinión, si valoramos la cooperación en las sociedades
humanas, no es porque se dé ampliamente en las interacciones entre seres vivos
en un ecosistema, porque entonces también habría que valorar en nuestras
sociedades la competitividad, el parasitismo, la depredación, etc., todas ellas
igual de naturales y extendidas. Más bien, los seres humanos, con más capacidad
de elección (mayor autonomía moral) que otras especies, "podemos
elegir" la cooperación como
conducta social prioritaria frente a otras posibilidades. Que lo hagamos o no,
es responsabilidad nuestra.
Más importante aún: el artículo rezuma un
"buenismo" que, en mi opinión, dificulta un análisis racional de los
problemas sociales. La idea que preside este enfoque buenista sería: "Si nos unimos todos, si cooperamos fraternalmente, saldremos todos
adelante". Bueno, vale, pero olvidamos algo importante: los intereses
particulares, los egoísmos (tan humanos como el altruismo), la priorización de
la solidaridad de grupo (corporativo, étnico, religioso, nacional, etc.) sobre
la solidaridad humana a secas, y el también muy humano afán de poder y
reconocimiento social, a veces desmedido, incluso patológico.
Como dice el activista francés Hervé Kempf: “Compañeros, hay gente mala”. Y esa gente
– que no son sólo políticos - no va a cooperar con nosotros. Por el contrario,
la vamos a tener enfrente, trabajando activamente por mantener o ampliar sus
privilegios.
En resumen: cooperación, sí, rotundamente. Pero del
conflicto no nos vamos a librar. Antes bien, debemos prepararnos para él.
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