Tomografía de un cerebro humano adulto |
Uno de los fenómenos más fascinantes que rodean la evolución de nuestros antepasados es la “invención” evolutiva de la niñez. Se trata de un fenómeno poco conocido fuera del mundillo de los expertos en evolución, a pesar de que, de una u otra manera, es tratado en bastantes libros de divulgación científica. Si tuviera que elegir uno por su claridad, quizá me quedaría con La evolución del talento, escrito por J.M. Bermúdez de Castro, uno de los tres codirectores de las excavaciones de Atapuerca.
Durante un período bastante largo de la evolución de nuestros antepasados homininos, el entorno natural en el que estos tenían que desenvolverse era bastante parecido a la actual sabana arbolada del Este de África. Parece evidente que en este ecosistema una conducta más elaborada y estratégica, posibilitada por un cerebro mayor y de mayor complejidad, proporcionaría ventajas adaptativas. El carroñeo y la caza organizados en grupo, la elaboración de distintos tipos de herramientas, la planificación consciente de todo lo anterior,… todo ello se ve favorecido por un mayor número de neuronas en la corteza cerebral y por la capacidad de formar redes neuronales más complejas. La selección natural debió favorecer, por tanto, un incremento progresivo del volumen craneal en nuestros antepasados.
Sin embargo, este crecimiento del cerebro y, consecuentemente, del cráneo, debió topar pronto con un formidable obstáculo anatómico. El canal del parto – el espacio en la pelvis por el que debe salir el bebé en el parto – impone un límite al volumen craneal de unos 350 cm3. Éste es, precisamente, el volumen craneal de un chimpancé actual, y también el de nuestros recién nacidos. Un volumen mayor dificultaría o imposibilitaría el parto. Por otro lado, en los chimpancés y, con toda probabilidad, en nuestros antepasados australopitecinos, tras el parto el crecimiento del cerebro es bastante limitado, acompasándose al del resto del cuerpo. Si hubiéramos mantenido el mismo ritmo de crecimiento que otros primates, nuestro cerebro no hubiera podido pasar de los 650 cm3 de Homo habilis, en lugar de los 1300 cm3 de nuestra especie.
Una posible solución hubiera sido que la selección natural favoreciera aquellos genes que aumentan la duración de la infancia, pues en este período de nuestra existencia el ritmo de crecimiento es aún muy rápido. Por desgracia, aquí nos encontramos otro serio obstáculo, esta vez de índole fisiológica. La infancia – período que abarca aproximadamente los 3 o 4 primeros años de vida del individuo – se caracteriza porque la alimentación se hace a través de la leche materna. La secreción de leche en la madre es estimulada por la prolactina, hormona que tiene además otro importante efecto en primates: inhibe la ovulación. El sentido adaptativo de esta doble acción de la prolactina es fácil de comprender: es muy difícil que una hembra pueda simultanear los cuidados de una cría (lactancia incluida) con un nuevo embarazo. De hecho, algunos pueblos cazadores – recolectores actuales, como los ¡kung de Namibia, prolongan al máximo la lactancia para reducir un crecimiento demográfico que acabaría por poner en riesgo sus recursos.
Así pues, la selección natural ha debido favorecer otro grupo de genes responsables de una ralentización aún mayor del crecimiento cerebral, desacoplándolo parcialmente del crecimiento de otras partes de nuestro organismo. El resultado ha sido la aparición de una nueva etapa en el desarrollo del ser humano. Nos referimos a la niñez, o segunda infancia. En esta etapa, que dura de los 3 a los 7 – 8 años, los genes priorizan el crecimiento rápido y prolongado del cerebro, aunque no terminan de establecer todas las conexiones neuronales propias del órgano adulto. Esto queda para la adolescencia, otra etapa novedosa entre los primates. Muchos antropólogos piensan que el típico “estirón” puberal permite compensar el período de niñez, en que el crecimiento se concentró en el cerebro, ralentizándose en el resto del cuerpo.
Esta hipótesis permite, de paso, explicar otro rasgo casi exclusivo de nuestra especie. Nos referimos a la acusada (más que en otros Primates) altriacidad, o desvalimiento durante la infancia (0 – 3 años) causado por la escasa conectividad de las neuronas cerebrales. Según esta hipótesis, la selección natural habría favorecido mutaciones que ralentizaron la conectividad neuronal en el recién nacido, porque esto permitiría un cerebro adulto más grande y complejo, además de permitir que ese crecimiento se hiciera en estrecha interacción con los estímulos ambientales.
Para poder redondear esta hipótesis evolutiva sólo faltaría identificar los genes que influyen en la velocidad de crecimiento de los distintos tejidos y órganos, y en particular del cerebro. Hasta el momento se han identificado varios candidatos. El gen NRCAM regula el establecimiento de conexiones axodendríticas entre las neuronas (recordemos que una sola de estas células puede establecer conexiones con otras 10000 como ella) y, por tanto, de redes neuronales más o menos complejas, algo fundamental para el comportamiento y el aprendizaje. Por otro lado, los genes SHH y LHX1 están implicados en la formación y maduración de varias regiones de la corteza cerebral. En todos estos genes se han identificado ya mutaciones que afectan a la velocidad de formación de las estructuras que controlan.
En resumen, podemos decir que los avances en Biología Molecular están dotando de un contenido progresivamente más preciso a la hipótesis “de sentido común” según la cual, el ambiente abierto de las sabanas favoreció un cambio profundo en nuestro ritmo de crecimiento - con la aparición de una nueva etapa de nuestra vida: la niñez – que permitió a nuestros antepasados dotarse progresivamente de ese prodigioso órgano computacional e inteligente que es nuestro cerebro. La niñez sería, pues, el signo de nuestra humanidad.
Durante un período bastante largo de la evolución de nuestros antepasados homininos, el entorno natural en el que estos tenían que desenvolverse era bastante parecido a la actual sabana arbolada del Este de África. Parece evidente que en este ecosistema una conducta más elaborada y estratégica, posibilitada por un cerebro mayor y de mayor complejidad, proporcionaría ventajas adaptativas. El carroñeo y la caza organizados en grupo, la elaboración de distintos tipos de herramientas, la planificación consciente de todo lo anterior,… todo ello se ve favorecido por un mayor número de neuronas en la corteza cerebral y por la capacidad de formar redes neuronales más complejas. La selección natural debió favorecer, por tanto, un incremento progresivo del volumen craneal en nuestros antepasados.
Sin embargo, este crecimiento del cerebro y, consecuentemente, del cráneo, debió topar pronto con un formidable obstáculo anatómico. El canal del parto – el espacio en la pelvis por el que debe salir el bebé en el parto – impone un límite al volumen craneal de unos 350 cm3. Éste es, precisamente, el volumen craneal de un chimpancé actual, y también el de nuestros recién nacidos. Un volumen mayor dificultaría o imposibilitaría el parto. Por otro lado, en los chimpancés y, con toda probabilidad, en nuestros antepasados australopitecinos, tras el parto el crecimiento del cerebro es bastante limitado, acompasándose al del resto del cuerpo. Si hubiéramos mantenido el mismo ritmo de crecimiento que otros primates, nuestro cerebro no hubiera podido pasar de los 650 cm3 de Homo habilis, en lugar de los 1300 cm3 de nuestra especie.
Una posible solución hubiera sido que la selección natural favoreciera aquellos genes que aumentan la duración de la infancia, pues en este período de nuestra existencia el ritmo de crecimiento es aún muy rápido. Por desgracia, aquí nos encontramos otro serio obstáculo, esta vez de índole fisiológica. La infancia – período que abarca aproximadamente los 3 o 4 primeros años de vida del individuo – se caracteriza porque la alimentación se hace a través de la leche materna. La secreción de leche en la madre es estimulada por la prolactina, hormona que tiene además otro importante efecto en primates: inhibe la ovulación. El sentido adaptativo de esta doble acción de la prolactina es fácil de comprender: es muy difícil que una hembra pueda simultanear los cuidados de una cría (lactancia incluida) con un nuevo embarazo. De hecho, algunos pueblos cazadores – recolectores actuales, como los ¡kung de Namibia, prolongan al máximo la lactancia para reducir un crecimiento demográfico que acabaría por poner en riesgo sus recursos.
Así pues, la selección natural ha debido favorecer otro grupo de genes responsables de una ralentización aún mayor del crecimiento cerebral, desacoplándolo parcialmente del crecimiento de otras partes de nuestro organismo. El resultado ha sido la aparición de una nueva etapa en el desarrollo del ser humano. Nos referimos a la niñez, o segunda infancia. En esta etapa, que dura de los 3 a los 7 – 8 años, los genes priorizan el crecimiento rápido y prolongado del cerebro, aunque no terminan de establecer todas las conexiones neuronales propias del órgano adulto. Esto queda para la adolescencia, otra etapa novedosa entre los primates. Muchos antropólogos piensan que el típico “estirón” puberal permite compensar el período de niñez, en que el crecimiento se concentró en el cerebro, ralentizándose en el resto del cuerpo.
Esta hipótesis permite, de paso, explicar otro rasgo casi exclusivo de nuestra especie. Nos referimos a la acusada (más que en otros Primates) altriacidad, o desvalimiento durante la infancia (0 – 3 años) causado por la escasa conectividad de las neuronas cerebrales. Según esta hipótesis, la selección natural habría favorecido mutaciones que ralentizaron la conectividad neuronal en el recién nacido, porque esto permitiría un cerebro adulto más grande y complejo, además de permitir que ese crecimiento se hiciera en estrecha interacción con los estímulos ambientales.
Para poder redondear esta hipótesis evolutiva sólo faltaría identificar los genes que influyen en la velocidad de crecimiento de los distintos tejidos y órganos, y en particular del cerebro. Hasta el momento se han identificado varios candidatos. El gen NRCAM regula el establecimiento de conexiones axodendríticas entre las neuronas (recordemos que una sola de estas células puede establecer conexiones con otras 10000 como ella) y, por tanto, de redes neuronales más o menos complejas, algo fundamental para el comportamiento y el aprendizaje. Por otro lado, los genes SHH y LHX1 están implicados en la formación y maduración de varias regiones de la corteza cerebral. En todos estos genes se han identificado ya mutaciones que afectan a la velocidad de formación de las estructuras que controlan.
En resumen, podemos decir que los avances en Biología Molecular están dotando de un contenido progresivamente más preciso a la hipótesis “de sentido común” según la cual, el ambiente abierto de las sabanas favoreció un cambio profundo en nuestro ritmo de crecimiento - con la aparición de una nueva etapa de nuestra vida: la niñez – que permitió a nuestros antepasados dotarse progresivamente de ese prodigioso órgano computacional e inteligente que es nuestro cerebro. La niñez sería, pues, el signo de nuestra humanidad.
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