Las anfetaminas y el metilfenidato son una clase de medicamento que sirven para tratar dos enfermedades: la narcolepsia y el trastorno por déficit atencional e hiperactividad. Actúan aumentando los niveles de dopamina y noradrenalina en el cerebro.
Las primeras anfetaminas fueron sintetizadas en 1887, aunque
los laboratorios farmacéuticos comenzaron a comercializar estas sustancias en
la tercera década del siglo XX, observándose que producían un aumento del nivel
de alerta, de la capacidad de concentración y de la tolerancia al dolor. Durante
la II Guerra Mundial, tanto el ejército alemán como el aliado utilizó
anfetaminas inicialmente en pilotos, conductores de tanques y camiones,
tratando de obtener un aumento de la energía, incluso una vez traspasada la
barrera del agotamiento físico y mental; posteriormente, su uso se generalizó
incluso para tratar de aumentar y mantener la moral de los soldados. También el
uso planteó desconfianza por algunos incidentes de fuego amigo que se atribuyó
al consumo de anfetaminas por parte del soldado que disparó. Un folleto del
Ministerio del Aire Británico, impreso en 1943, revelaba que se conocían los
efectos adversos del uso de anfetaminas, pues en él se exponía que: “cualquiera
que tome anfetaminas siente que tiene control total sobre la situación y que puede
seguir desempeñando sus tareas sin necesidad de descansar y considera que puede
obrar bien, cuando lo cierto es que está cometiendo toda clase de errores”.
El medicamento psicoestimulante, cuyo uso ha generado más
dudas desde el punto de vista bioético, es el modafinilo que aumenta de forma
indirecta los niveles cerebrales de dopamina y noradrenalina, y su uso
terapéutico es el tratamiento de la narcolepsia. Los estudios muestran que el
modafinilo realmente mejora la atención y la memoria a corto plazo, pero otros
trabajos también señalan que distorsionan la consolidación de recuerdos.
Pero el hecho es que en la actualidad su uso está cada vez
más difundido en las universidades de élite y en los ambientes profesionales
muy competitivos en los que dormir ocho horas puede resultar un lujo excesivo.
Un estudio (McCabe et al, 2005) ha estimado que casi el 7% de estudiantes
estadounidenses mentalmente sanos han usado psicoestimulantes, llegando esta
tasa en algunas universidades hasta el 25%, y posiblemente estas cifras hayan
aumentado aún más en los últimos 10 años.
La cuestión está generando mucha polémica en la comunidad
científica. Hay autores (Heinz A et al, 2014) que se posicionan en contra
porque este tipo de medicamentos pueden ser adictivos. Algunos científicos a
favor (Henry Greely et al, 2008) del uso del que denominan “mejoradores
cognitivos”, tal como han publicado en la prestigiosa revista Nature, incitan a
un consumo responsable. De hecho, este debate se encuentra también centrado en
la terminología que se utiliza, ya que los partidarios llaman a estos fármacos
“mejoradores cognitivos”, mientras que los detractores los consideran droga.
A pesar de que hemos visto diversas
opiniones sobre cómo actúa el fármaco en la mente de las personas, parece que
el resultado es que se mejora la atención y la memoria a corto plazo, pero
perjudica la consolidación de recuerdos. Desde mi punto de vista, el uso de
estos psicoestimulantes para mejorar el rendimiento en los estudios podría
mejorar los resultados académicos de algunos estudiantes que, por la presión a
que se ven sometidos, recurren a una vía fácil. Sin embargo, el aprendizaje se
ve afectado ya que los recuerdos no se afianzan y lo “aprendido” de esta manera
queda olvidado al poco tiempo. De esta manera ¿estaríamos aprendiendo realmente
cuando estudiamos bajo los efectos de estos medicamentos? ¿O simplemente
estamos mejorando nuestras calificaciones académicas a costa de una buena
enseñanza? Por lo tanto, considero que es preferible aprender con autenticidad
y por medio de nuestro propio esfuerzo que a base de “potenciadores cognitivos”
que, tras aumentar nuestras notas, pueden resultar adictivos y nocivos para la
asimilación de conocimientos.
Sara Moscoso.