jueves, 29 de diciembre de 2011

SIN NIÑEZ NO HAY DESARROLLO CEREBRAL / NO BRAIN DEVELOPMENT WITHOUT CHILDHOOD

¿Quién ha oído hablar de la altricialidad? Creo que poca gente, aparte de los especialistas en etología o en desarrollo infantil. Podríamos definirla como el escaso desarrollo neuromotor que presentamos los humanos al nacer. Es una característica específicamente humana, o al menos mucho más acentuada en nuestra especie que en los demás Primates. Como la mayor parte de los caracteres observables en cualquier especie, la altricialidad es susceptible de interpretación evolutiva.
En un principio, su origen parece estar relacionado con el hecho de que nuestro parto, tras una gestación de nueve meses, es prematuro. Si extrapolamos los datos sobre el desarrollo embrionario y el tamaño adulto de un chimpancé a nuestra especie, la gestación debería durar unos 12 meses en los humanos. Pero si así sucediera, nos encontraríamos con un tremendo obstáculo para el desarrollo. La bipedestación (postura erguida) ha traído consigo una reorganización de la anatomía pelviana, con un estrechamiento del canal del parto. En consecuencia, si la gestación durara doce meses, el cráneo del bebé no podría salir por el canal del parto. Esto ha hecho que la selección natural haya favorecido aquellos genes que ralentizan o retrasan el desarrollo del cerebro, al tiempo que adelantan el momento del parto.
Así pues, podemos decir que, tras el nacimiento, al bebé le espera un largo período de estrecha dependencia de un adulto de referencia (habitualmente la madre), en el que coinciden la lactancia, el desarrollo del volumen cerebral y de las conexiones neuronales, y una larga e intensa interacción con los adultos del grupo. Todo ello, en su conjunto, favorece el desarrollo de elevadas capacidades cognitivas en el niño.
Sin embargo, una larga infancia (0 – 5 años) como la anteriormente descrita, implicaría una seria limitación reproductiva a nuestra especie. En efecto, si la lactancia se mantuviera durante todo este período, la prolactina circulando en la sangre bloquearía la ovulación, inhibiendo la fertilidad de la madre durante todo este tiempo. De hecho, una lactancia prolongada al máximo parece haber sido utilizada como método de control de la natalidad por algunos pueblos cazadores-recolectores. Una escasa fertilidad podría ser fatal para la supervivencia del grupo, y hay indicios de que ha podido contribuir a la extinción de algunos homininos. Es posible, por consiguiente, que la selección natural favoreciera aquellos genes que permitieran acortar la lactancia, incorporando a partir de los dos años grasas animales a la dieta de los niños.
De este modo se configuraría una nueva etapa en el desarrollo: la niñez o segunda infancia, en la que el crecimiento y, sobre todo, la maduración del cerebro, que requiere de un gran aporte de grasas, se prolongaría, en interacción con un intenso aprendizaje en el grupo. Al mismo, tiempo, el resto del crecimiento somático – no tan imprescindible para la supervivencia – se postergaría en parte hasta la etapa juvenil (7 – 11 años) y la adolescencia, otra novedad de nuestra especie con respecto a los demás primates.




En definitiva, podemos decir que el crecimiento del volumen y complejidad cerebral – necesario para disponer de una conducta compleja, un lenguaje articulado y capacidad cultural – ha encajado mal con las consecuencias anatómicas de la postura erguida. El compromiso favorecido por la selección natural ha obligado a modificar drásticamente el ritmo de crecimiento en nuestros antepasados, hasta el punto de crear nuevas etapas en el desarrollo humano, como la niñez y la adolescencia.

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