He escrito las siguientes líneas intentando emplear un lenguaje desprovisto, en lo posible, de connotaciones sociales, políticas y ambientales. Al mismo tiempo, he dejado algunas pistas indicadoras de que el artículo pretende inscribirse en una larga tradición emancipatoria, pero actualizándose en las coordenadas de la presente crisis ecosocial. Podría haber usado un lenguaje más áspero y combativo, pero entonces probablemente sería malinterpretado por buena parte de sus destinatarios. Espero comentarios, réplicas, observaciones, etc.
El sistema económico imperante ha
generado siempre una enorme desigualdad. Ciertamente, ha generado ingentes
riquezas, pero, al mismo tiempo, ha mantenido a una buena parte de la humanidad
en la más absoluta pobreza. Una cifra quizá excesivamente simplificadora , pero
no muy alejada de la realidad, es la que manejaron algunas ONGs hacia el final
de los años 90: el 80% de la riqueza mundial está en las manos del 20% de la
población. Con estas premisas, pues, no es exagerado afirmar que nuestro actual
modelo de producción, distribución y consumo de bienes y servicios es un gran
generador de injusticia.
Los defensores de este sistema
económico – que llamaremos capitalismo – utilizan diversos argumentos,
pero aquí me detendré en uno de los más potentes: lo que coloquialmente se ha
conocido como teoría del goteo. En lo esencial, se basa en la siguiente
analogía. Las clases altas son representadas como asistentes a un gran banquete
alrededor de una mesa repleta de manjares que continuamente se renuevan. Las
clases bajas, por el contrario, están simbolizadas por mendigos que pululan por
debajo de la mesa, y viven de las migajas que caen de esta. Cuantas más
riquezas se acumulen en la mesa (el crecimiento económico), más beneficiarán a
los ricos asistentes al banquete, pero más migajas caerán también en manos de
los mendigos. Dicho de otro modo, aceptando que solo el 20% de la tarta de la
riqueza cae en manos de los pobres, si la tarta crece de manera continua, el
20% de esta también lo hace. Por tanto, las personas empobrecidas tienen acceso
a una riqueza progresivamente mayor.
Este argumento se ha tildado de
injusto y de cínico, pero, en los últimos tiempos, a estas críticas se le ha
sumado otra que, en cierto modo, es materialmente demoledora. La ciencia nos
está proporcionando más y más evidencias de que la tarta ya no crecerá mucho
más, si es que aún puede hacerlo. Los límites al crecimiento de la tarta se
están alcanzando por dos lados distintos:
1. Los recursos naturales: agua,
energía, alimentos, materiales mara nuevos desarrollos tecnológicos, etc. Todo
ello está sometido, en mayor o menor medida, a una preocupante
sobreexplotación.
2. Los residuos, que se acumulan
al tiempo que ejercen multitud de efectos nocivos sobre la biosfera y nuestra
salud. El caso más conocido es el del CO2, y su indudable influencia
en el cambio climático. Pero también plaguicidas, fertilizantes, plásticos,
metales pesados, etc., constituyen poderosas amenazas a los equilibrios
globales y (insistamos en ello) a la salud de los humanos.
A todo lo anterior habría que
añadir la acelerada reducción de la biodiversidad y de los espacios naturales,
con lo que se configura una situación ambiental y humana de lo más
preocupante. El mensaje que nos envían
todos estos fenómenos es que debemos ir diciendo adiós al crecimiento económico
indefinido.
Si no podemos confiar en que un
crecimiento continuo de la tarta alivie las tensiones sociales derivadas de la
desigualdad, solo nos quedan dos opciones:
1ª.- “Blindar” para una exigua
minoría el disfrute de los escasos recursos naturales que durante un tiempo se
puedan obtener, dejando al resto de la población al albur de una escasez y
emponzoñamiento ambiental crecientes. A esto se le ha dado en llamar ecofascismo.
2ª.- Redistribuir la tarta, al tiempo
que se redimensiona. Una solución igualitaria y sostenible que pone de los
nervios a las élites gobernantes y – por qué no decirlo – a buena parte de la
población en las regiones más opulentas del mundo. Desde mediados del siglo
XIX, la redistribución de la tarta (ahora también redimensionada de acuerdo con
las posibilidades del planeta) ha recibido nombres que están muy mal vistos en
el discurso dominante. Tal vez sea esta la razón de que algunos ecologistas y
científicos lúcidos eviten usarlos. Sin embargo, si se leen sus escritos con
atención, veremos que no plantean nada muy diferente a lo aquí expuesto. En
todo caso, muestran un grado algo mayor de optimismo.
Sin embargo, yo soy de la opinión
de que no hay que rehuir el debate. Es más, cuanto antes lo situemos en el
centro de los temas que se discuten en público, antes se podrá construir una
respuesta a lo que resulta ser una crisis a la vez social, económica, ambiental
y, por todo ello, humana. Una respuesta que debe ser eficaz, socialmente
convincente y asumible – con todos los matices necesarios - por la mayor parte de la ciudadanía.
Rubén Nieto.
2 comentarios:
Extraordinaria reflexión, compañero. Aunque me temo que justo al final cae en el optimismo poco fundamentado; existe una vastísima información científica que demuestra que hemos superado los umbrales que hacen inevitable la extinción total o la selectiva, basada en un sistema que se ha dado en llamar ecofascista.
Es una pena que el final te parezca injustificadamente optimista, porque precisamente trato de huir del optimismo bobalicón, ese de "... pero al final hay esperanza". Tampoco me gusta el catastrofismo que te convierte en un cenizo a ojos de los demás, aunque solo sea porque es la manera de que no te hagan caso ("efecto Casandra", creo que lo llaman).
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