Hace seis años, en el marco de otra asignatura,
llevé a cabo por primera vez esta experiencia con alumnado de 1º de
Bachillerato (16-17 años). Durante los cursos siguientes ha habido
cambios en el currículo, en el perfil de mi alumnado y en el
contexto sociocultural en el que nos desenvolvemos. He tenido que metabolizar
todo ello, junto con las experiencias educativas desarrolladas en
este intervalo, hasta decidirme a poner en práctica nuevamente esta
actividad. Los motivos que me impulsaron a hacerla seis años atrás
siguen siendo igual o más válidos, así que reproduzco lo que
entonces escribí:
En
esos días debatimos en clase la importancia de la investigación
encaminada a prevenir y curar enfermedades como la malaria,
leishmaniasis, kala-azar, etc. También discutíamos el conflictivo
asunto de las patentes que grandes multinacionales farmacéuticas
detentan y la posible oportunidad de liberarlas para que tratamientos
como los antirretrovirales contra el SIDA estén al alcance de todo
el mundo. Los propios alumnos se documentaron, formularon argumentos
a favor y en contra de las distintas opciones, y las debatieron
ampliamente. Como veis, una asignatura peligrosa.
Pues
bien, durante el desarrollo de esta actividad pude constatar algo que
no era nuevo para mí, pero que en esta ocasión se presentaba ante
mis ojos con especial intensidad. Me refiero al hecho de que la
totalidad de mis estudiantes mostraban un total y escandaloso
desconocimiento de lo que son los poderes públicos, la
Administración a sus distintos niveles, y la diferencia entre ésta,
las empresas privadas y los colectivos ciudadanos. Llegaban al
extremo de exigirle a una asociación de vecinos lo que debería ser
competencia de un ministerio, al ministerio o consejería lo propio
de una empresa privada, y a ésta lo que habitualmente hace una ONG.
Todas las instancias que acabo de mencionar eran vistas como parte de
la misma vaga nebulosa que planea sobre sus cabezas y que podrían
haber descrito como “los que mandan”, “los que tienen el
dinero”, o, simplemente, “los de arriba”.
No
es que este desconocimiento del mundo que les rodea me resultara
nuevo. Llevo demasiados años en la enseñanza como para no conocer
la mentalidad y grado de conciencia social del alumnado con el que
trabajo. Sin embargo, esta vez había unas circunstancias que lo
hacían especialmente llamativo. El grupo en cuestión estaba formado
por jóvenes de unos 17 años, de un entorno urbano, en su mayoría
hijos de funcionarios, pequeños comerciantes, técnicos
especializados, etc. Además, casi todos son buenos estudiantes,
están familiarizados con las nuevas tecnologías, han salido más de
una vez al extranjero (participan en el programa bilingüe
inglés-español de mi centro) y, lo que quizá sea más importante,
tienen unas elevadas expectativas profesionales. En definitiva, lo
que yo creía percibir en esos días es que estos futuros médicos,
ingenieros, periodistas, enfermeros, profesores, traductores, etc. no
distinguían una ONG de un Ministerio, no sabían qué puede
esperarse de cada una de estas entidades y - peor aún – ni se les
pasaba por la cabeza la posibilidad de agruparse en alguna asociación
y trabajar colectivamente para mejorar cualquier aspecto de
nuestra vida.
En
estos años son muchas las ocasiones en las que he desarrollado
simulaciones y juegos de rol con mi alumnado. Durante este tiempo, he
estado expuesto, como todo docente, a un continuo bombardeo de
exhortaciones a educar en la “cultura emprendedora”, término de
incierto significado, pero que parece asociarse a “empresario –
competitivo - individualista – buscador de éxito personal”.
La última granizada la he recibido de la Consejería de Educación,
en forma de instrucciones para el próximo curso, que ya he comentado
en las redes recientemente. Pues bien, una vez más he decidido
llevar a la práctica mi particular interpretación del “espíritu
emprendedor”, y me he embarcado con mis estudiantes de Cultura
Científica en el diseño y creación simulada de tres ONGs.
CONTINUARÁ