viernes, 25 de diciembre de 2009

VIDA DE CHARLES DARWIN -2: DARWIN MADURO, TRAS RECIBIR LA CARTA DE WALLACE / MIDDLE-AGED DARWIN, AFTER HAVING RECEIVED THE LETTER FROM A.R. WALLACE

Darwin y Wallace en la Feria de la Ciencia de Sevilla (Mayo 2009).

Darwin maduro, Emma Wedgewood (Sra. de Darwin), Darwin joven y Wallace, en el stand Evodarwin, de la Feria de la Ciencia 2009 de Sevilla.



Charles Darwin a los 51 años



Alfred Russell Wallace en dos momentos diferentes de su vida














Éste es el segundo monólogo de los cuatro que componen la pequeña dramatización sobre la vida y obra de Darwin presentada por los IES Severo Ochoa e IES Valle-Inclán en la pasada Feria de la Ciencia de Sevilla.






En él, un Darwin que, a sus 48 años, cree encontrarse en el cénit de su carrera científica, y goza de todo el prestigio y posición social que un caballero de la buena sociedad victoriana pudiera desear, muestra su estupor al leer la carta que le envía desde el Archipiélago de la Sonda Alfred Russell Wallace. Este joven naturalista pide respetuosamente al "maestro" Darwin" que le ayude a publicar lo que considera una muy novedosa teoría científica.












En 1837, apenas un año después de volver de mi viaje en el Beagle, comencé a escribir una serie de cuadernos sobre lo que entonces llamé "la transmutación de las especies", y sobre la teoría de la Selección Natural. Durante años, paciente e incansablemente, di forma a esta teoría, al tiempo que recopilaba múltiples evidencias a favor de la evolución. No quería dejar ningún cabo suelto, ninguna sombra de duda. Me esforcé por encontrar los puntos débiles de mis argumentos, por anticiparme a todas las objeciones que se les pudiera hacer... Y plasmé todo esto en cientos de hojas manuscritas. Pero lo hice casi en secreto.






¿Por qué? Desde un principio, fui consciente de la fuerza corrosiva de mis ideas evolutivas. Sabía que, si las hacía públicas, me lloverían las críticas de filósofos, clérigos y toda la bienpensante sociedad victoriana, a la que, por otro lado, le debo todo lo que soy. No quería arriesgar el sólido prestigio científico que - modestia aparte - he acumulado en los últimos 25 años. Y tampoco quería que mi esposa, mi querida Emma, y mis hijos, sufrieran al verme alejado de sus creencias religiosas y vituperado por ello.






Por todo lo anterior, no podéis imaginar el estupor que me invadió al recibir, en 1858, una extensa carta que me obligó a modificar mis planes. La enviaba desde el archipiélago malayo un joven naturalista llamado Alfred Russell Wallace. En ella me pedía mi opinión y, en caso de que ésta fuera positiva, mi ayuda para publicar el trabajo que me adjuntaba. Al leerlo, descubrí en él, casi palabra por palabra, mis ideas sobre evolución y selección natural.

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