¡Pobre Escherichia coli! ¡Qué mala fama le ha caído encima a esta simpática bacteria! Lo peor del asunto es que es una fama injusta. Todo el que ha estudiado algo de Biología sabe que Escherichia coli es una bacteria que vive en el intestino (de ahí lo de coli, por colon) de todos los seres humanos y otros mamíferos, donde encuentra alimento, al tiempo que sintetiza precursores de varias vitaminas que son absorbidos por nuestro intestino. Puede decirse, pues, que vive en una especie de mutualismo con la persona que la alberga en sus tripas. Este mutualismo se refuerza por el hecho de que la presencia masiva de E. coli dificulta el establecimiento de colonias de otras bacterias que - éstas sí - son potencialmente mucho más peligrosas para nuestra salud.
Todo lo anterior contribuyó a que en la primera mitad del siglo XX Escherichia coli fuera elegida por multitud de científicos como organismo modelo de investigación en bioquímica y genética molecular. Puestos a convivir con una bacteria en un laboratorio, siempre será más seguro hacerlo con una que ya habita en nuestro cuerpo sin hacernos daño que no con, por ejemplo, Yersinia pestis (causante de la peste) o Mycobacterium tuberculosis.
Dicho esto, hay que advertir, sin embargo, que en ocasiones nuestra simpática bacteria puede causar problemas de salud, e incluso de los serios. Lo hace cuando prolifera en un tejido u órgano que no es el suyo habitual. Por ejemplo, en tejido nervioso (provocando meningitis), en los bronquios (neumonías) o en las vías urinarias. También, en ciertas ocasiones, prolifera en exceso en el colon, afectando a la permeabilidad de la membrana de los epitelios intestinales y provocando, en consecuencia, diarreas más o menos serias.
Pero quizá lo más importante para entender que un mismo bichito tenga comportamientos tan diversos, es saber que dentro de una determinada especie las poblaciones tienen tamaños tan astronómicos (tal vez haya tantas E. coli en la barriga del lector como personas en todo el planeta) y con tanta capacidad de mutación en sus genes, que el número de variedades genéticamente distintas (cepas, en el lenguaje científico) es enorme, además de estar continuamente en aumento. Algunas de esas cepas pueden ser muy infecciosas (algo favorecido por el hecho de que nuestro sistema inmune está "habituado" a ellas, y que me perdonen los inmunólogos académicos por la expresión) y también producir toxinas dañinas para el organismo humano.
Esto es así para todas las bacterias y, unido al hecho de que tienen la costumbre de transferirse ADN - genes - de unas a otras, incluso entre distintas especies, ha llevado a pensar a muchos biólogos que quizás el concepto taxonómico de especie, tal como lo entiende la ciencia actual, no es aplicable a ellas. De hecho, tanto si nos guiamos por el criterio clásico linneano (semejanzas morfológicas) como por el criterio genético-evolutivo (conjuntos de individuos que pueden intercambiar genes), que es el actualmente aceptado, el concepto de especie supone un intento de aplicar un molde clasificatorio discreto a una realidad continua. Este molde puede ser útil operativamente en los reinos vegetal y animal, pero en los reinos fúngico (hongos), protoctista(protozoos, algas, etc.) y monera (bacterias y cianobacterias) existen cada vez más dudas sobre su validez. Y no olvidemos que estos tre reinos agrupan a la inmensa mayoría de las formas de vida conocidas o por descubrir.
En resumen, que aunque la buena de Escherichia coli podría ser la causante de la infección detectada en Alemania (ya se ha comprobado que no estaba en los pepinos españoles, parece que sí estaba en brotes de soja alemanes), no se merece la fama de bichejo siniestro que los medios la han echado. Sin su pasivo concurso, sabríamos muchísimo menos de cómo funcionan nuestros genes, nuestras biomoléculas, nuestro metabolismo,..., en definitiva, sabríamos mucha menos Biología. La medicina, la ciencia y la salud humana están en deuda con esta simpática moradora de nuestras entrañas.