A raíz del repentino confinamiento, la escuela ha saltado por los aires. Se acabó la normalidad, y todo intento de fingir que la actividad docente se mantiene como si tal cosa, por mucho que se aderece de nuevas tecnologías, teletrabajo, etc., está condenada al fracaso, si no al ridículo. Expondré sucintamente en qué me baso para tan categóricas afirmaciones. Adelanto que mis tesis coinciden en buena parte con lo expuesto por Guadalupe Jover en un atinadísimo artículo publicado en El Diario de la Educación.
Mi mayor discrepancia no radica tanto en el análisis de la situación como en las consecuencias que extraigo de él.
Parto de una obviedad que, sin embargo, conviene tener muy presente: estamos ante una situación única. Jamás el sistema educativo ha tenido que hacer frente, de un día para otro, a algo parecido. Por tanto, es normal que todos (repito, todos: profesorado, estudiantes, familias, incluso la propia Administración) estemos desorientados y titubeemos sobre cómo actuar. Admitámoslo. Cualquier intento de fingir normalidad está condenado al ridículo.
Si damos por buena la premisa anterior, habrá que admitir que no podemos intentar desarrollar unas actividades lectivas “normales”, solo que a distancia. Hay muchos motivos, y empiezo por el que creo más importante: el profesorado y la administración no pueden ofrecer “clases normales” cuando el alumnado y sus familias están viviendo una situación traumática, encerrados semanas enteras en sus casas, conviviendo en un espacio reducido y con una amenaza invisible pero cada vez más presente, viendo como familiares dejan de trabajar y no saben si volverán a hacerlo, … Desde luego, una situación de estrés prolongado en el tiempo es lo menos aconsejable para desarrollar un aprendizaje “normal”.
Añadamos, además, otra obviedad. No se puede transformar un sistema educativo presencial en otro a distancia, literalmente, de la noche a la mañana. Una cosa es utilizar recursos online y comunicaciones a través de las nuevas tecnologías – en mayor o menor medida, la mayor parte del profesorado ya lo estábamos haciendo – y otra muy distinta, pasarse en bloque a un modelo 100% no presencial, con todo lo que esto implica: currículo modificado, evaluación, actividades de todo tipo, etc. La propia infraestructura proporcionada por la Administración, que ya deja bastante que desear en condiciones normales, ahora se revela claramente insuficiente, a pesar de los esfuerzos que se están haciendo. Por otro lado, nuestra formación, experiencia e incluso manera de pensar están totalmente orientadas hacia una enseñanza presencial, aunque usemos cada vez más herramientas telemáticas. En definitiva, padecemos de escasez de recursos, formación y tiempo para abordar con éxito un cambio tan grande.
Si por el lado de la administración y el profesorado, las insuficiencias son notables (a pesar de los esfuerzos, insisto), veamos qué sucede en los hogares y familias. A estas alturas no debería hacer falta hablar de las enormes desigualdades sociales en el acceso a recursos TIC, material de estudio o, simplemente, lugar apropiado para el mismo. En un modelo presencial, esto puede ser parcialmente compensado en el centro de enseñanza. Ahora es imposible. La famosa “brecha digital” puede desembocar en un abismo social.
Si antes de la pandemia, la situación en muchos hogares ya era difícil, imagínense hora. ¿Cuántos miles de pisos de 60 metros cuadrados o menos albergan familias con dos o tres niños, padres con trabajo en precario (a menudo sin empleo), algún abuelo en situación de riesgo (o, peor aún, aislado en su domicilio), un o ningún ordenador, una mala conexión a Internet – si acaso – un adulto teletrabajando, etc.? ¿Se imaginan la tensión continua obligados a convivir las 24 horas, día tras día y sin respiro, en estas circunstancias? ¿Podemos pretender que niños y adolescentes estudien a distancia las 11 asignaturas de, por ejemplo, primero de ESO con “normalidad”?
Por último, pero no menos importante, esta situación pone en primer plano la importancia del factor humano, de la cálida presencia de las personas que están implicadas en el hecho de aprender y enseñar. Esto es tanto más importante cuanto menor es la edad de los estudiantes. Es necesario estar frente a frente para desarrollar las interacciones entre todos nosotros necesarias para aprender.
Ante esta situación, que debemos reconocer difícil, ¿qué podemos hacer los enseñantes? Mucho, sin duda, como todas las profesiones que son de intervención social. Allá va mi opinión. En primer lugar, redefinir nuestros objetivos. Tal vez debamos olvidarnos de desarrollar una programación pensada para otras circunstancias muy diferentes. En lugar de ello, deberíamos determinar en qué podemos ser más útiles para nuestro alumnado, ante lo que está experimentando ahora. Mal asunto si la educación que ofrecemos no puede ayudarles a comprender y afrontar la difícil situación en la que nos encontramos.
¿Qué medidas tomar como docentes? En mi opinión, habría que proporcionar a nuestro alumnado actividades y recursos que les permitan entender lo que está pasando (aproximarse, vale, que esto no lo comprende del todo nadie), otros que les permitan relajarse y aprender sin estrés añadido: lecturas, vídeos, etc. que tengan un valor formativo en sentido amplio y contribuyan a desarrollar habilidades como la lectura, la escritura, la interpretación de una imagen, etc. Muy importante también será desarrollar el espíritu cooperativo y solidario, así como el pensamiento crítico: ¡qué magnífica ocasión para analizar bulos que circulan por las redes, enseñar a rastrear las fuentes, distinguir ciencia de pseudociencia, etc.! Pero todo ello sin agobiar, muy al contrario, aprovechando la ocasión para que se pueda aprender sin añadir más presión a la que ya estamos todos sufriendo. Para ello sería necesario relajar la carga de tareas y plantearnos unos mecanismos de evaluación, si es que ha lugar, más acordes con estas circunstancias excepcionales.
Queda por abordar la difícil cuestión del “cierre” del curso. En mi opinión, solo es difícil en el caso de los cursos terminales de etapa, las pruebas de acceso a la Universidad y las prácticas en empresas en la formación profesional. Se trata de cuestiones más específicas cuyo debate (al menos en algunos aspectos) merecerá un artículo dedicado a ello. En el resto de los cursos y niveles, sobre todo si el cierre de los centros educativos se prolonga, a mí no me dolerían prendas en darlo por terminado con lo que se ha hecho hasta ahora más lo que estamos haciendo no presencialmente, pero esto último siempre a título complementario. Los profesionales de la enseñanza sabremos como tener en cuenta en nuestras programaciones futuras todo lo que no se ha hecho - o se ha hecho de manera diferente a la prevista - en este curso.
El sistema educativo tiene que ser lo suficientemente flexible como para asumir y metabolizar un curso anómalo. Si no lo es, entonces merece que este bichito o cualquier otro agente lo ponga patas arriba.