Las especies no
cambian. Nadie ha visto que de un animal nazca otro de distinta especie. Los
perros siempre engendran perros, y de las semillas de manzana siempre germinan
manzanos. Por otro lado, los grabados más antiguos de nuestros antepasados (por
ejemplo, los de los antiguos egipcios, con más de 5000 años) muestran animales
y plantas idénticos a los actuales.
Las anteriores palabras podrían haber sido pronunciadas por
un científico fijista, como lo eran
todos hasta fines del siglo XVIII. El
fijismo (los seres vivos no cambian)
se basa en el sentido común, por lo que es difícil desmontarlo. Además, la
aparente inmutabilidad de las especies se complementaba muy bien con la idea de
un planeta muy joven, de solo unos 6000 años de edad, que parecía desprenderse
de la interpretación literal de la Biblia.
A fines del siglo XVIII ya se habían descubierto muchísimos fósiles, y algunos sugerían la
existencia en el pasado de organismos muy distintos a los actuales. Algunos de
estos fósiles correspondían claramente a animales marinos, pero se encontraban
en lo alto de montañas y en regiones muy alejadas del mar. Todo ello podría
interpretarse como una prueba de que las especies animales y vegetales cambian
con el tiempo, es decir, evolucionan.
Sin embargo, no fue así. Desde su mentalidad fijista y creacionista, los
científicos de la época buscaron explicaciones que no chocaran con sus ideas. Por
ejemplo, el gran paleontólogo francés Cuvier
imaginó la historia de la Tierra y de la vida como una sucesión de catástrofes
y creaciones sucesivas. En cada catástrofe, asociada a un diluvio, se extinguía
toda la fauna. A continuación, Dios creaba una nueva fauna formada por especies
nuevas. Cualquier hipótesis era preferible antes que admitir cambios
evolutivos.
Sin embargo, desde finales del siglo XVIII hasta mediados
del XIX, en diferentes países europeos surgieron muchos sabios y científicos
que, con más o menos claridad y rigor, empezaron a cuestionarse el fijismo y a
proponer la existencia de cambios temporales en los seres vivos. En Francia
(Buffon, Lamarck, Saint-Hilaire), Alemania (Humboldt, Von Baer) o Gran Bretaña
(Erasmus Darwin, Hutton, Charles Darwin, Wallace), son muchos quienes empiezan
a imaginar una Tierra y una vida en continuo cambio desde tiempos que cada vez
parecen más remotos. ¿Por qué surge esta
corriente de pensamiento de manera aparentemente tan repentina y en tantos
países?
En la época a la que nos referimos, los imperios coloniales
europeos están en pleno desarrollo. A los que anteriormente existía (portugués,
español, holandés), hay que sumar la acelerada expansión colonial de Gran
Bretaña y Francia. Las grandes potencias coloniales, interesadas en engrandecer
sus respectivos imperios, financian expediciones científicas de largo alcance:
Cook, Malaspina, Bouganville, etc. Los objetivos de estas expediciones eran
diversos, aunque siempre dentro del interés colonial: encontrar nuevos recursos
que explotar, elaborar mapas de los dominios más remotos, hallar vías de
comunicación seguras, etc.
Uno de los resultados de estas expediciones fue el hallazgo
de una sorprendente y enorme biodiversidad. Los barcos regresaban cargados con
cientos y cientos de plantas y animales nunca vistos en Europa hasta el
momento. Muchas de estas especies mostraban a adaptaciones a climas y ambientes
muy distintos de los europeos, pero, al mismo tiempo, guardaban importantes
similitudes con la fauna y flora propias de las metrópolis. Todo ello podía,
ciertamente, interpretarse como el resultado de una complicadísima creación
divina. Sin embargo, también cabía otra posibilidad: suponer que las especies
se habían hecho más diversas conforme tenían que adaptarse a cambios
ambientales o colonizar nuevos territorios, es decir, suponer que los seres
vivos cambian.
Mientras todo esto sucedía, a finales del siglo XVIII y
comienzos del XIX, la historia europea da un vuelco y parece sufrir una
vertiginosa aceleración. Acontece la Revolución Industrial. En unos decenios se
suceden desarrollos tecnológicos que cambiarán rápidamente la faz de la Tierra,
las costumbres y los estilos de vida: la máquina de vapor, el barco de vapor,
el ferrocarril, la fotografía, el telégrafo, … En los planos político,
económico y social, los cambios son igualmente gigantescos. Se suceden las
revoluciones, nuevos regímenes políticos, repúblicas y monarquías
constitucionales, migraciones masivas del campo a la ciudad, grandes
concentraciones industriales, etc. Aparece una nueva clase social – el
proletariado industrial – y un nuevo sistema económico – el capitalismo – toma
las riendas del mundo. El viejo mundo se tambalea y cae rápidamente. La idea de
cambio penetra todos los ámbitos de
la vida.
No es extraño, pues, que en este momento de la historia
europea muchos científicos, de manera independiente, se atrevan a aplicar la
idea de cambio a la naturaleza. Los fósiles, la diversidad de plantas y
animales a lo largo de los continentes, las semejanzas anatómicas entre
organismos separados por océanos y viviendo en climas tan distintos, …. Todo
ello comienza a ser examinado desde un punto de vista más dinámico, que acepta
la posibilidad de que la Tierra y la vida que esta alberga, cambien progresivamente.
En consecuencia, cuando Darwin publica, en 1859, El Origen de las Especies, la aceptación de sus tesis centrales
será solo cuestión de unos pocos decenios.