Nunca se resaltará demasiado la importancia de la obra de Charles Darwin para la ciencia y el pensamiento contemporáneos. Por eso el autor de estas líneas se va a permitir seguir dando la paliza a sus innumerables seguidores con una nueva serie sobre la vida y obra de Darwin.
Como algunos ya sabéis, en la Feria de la Ciencia celebrada en Sevilla el pasado Mayo, el IES Severo Ochoa y el IES Valle-Inclán (es decir, nosotros) montaron un stand con una exposición titulada "La evolución: de Darwin a nuestros días". Junto a la exposición preparamos una dramatización sobre la vida de Charles Darwin, en la que se recreaban momentos importantes de su vida a través de monólogos declamados por varios personajes: Darwin en su juventud y en su madurez, Alfred R: Wallace y Emma Wedgewood, tras haber enviudado de Darwin.
Trabajamos mucho, lo pasamos bien y descubrimos varios excelentes actores y actrices entre el alumnado de ambos institutos. Aqui publicaremos el texto de los monólogos y, en el futuro, algunas fotos de nuestra participación en la Feria.
El primer monólogo, que podéis leer en esta entrada, es pronunciado por Charles R. Darwin poco tiempo después de volver de su viaje alrededor del mundo en el bergantin Beagle.
Buenos días. Creo que habréis oído hablar de mi. Me llamo Charles Darwin, y lo que voy a contaros es casi como confesar un crimen.
Nací en Shrewsbury, en la campiña del sur de Inglaterra, el 12 de Febrero de 1809. Mi padre, Robert Darwin, era médico, y el hombre más bondadoso que jamás haya conocido. Apenas alcancé la edad necesaria, me mandó a Edimburgo para que estudiara Medicina. pero aquello fue un verdadero fracaso. Las clases me aburrían soberanamente, las disecciones me asqueaban y nunca pude soportar aquellas odiosas operaciones sin anestesia. Así que mi padre cambió de planes y me envió a Cambridge, a prepararme para ser clérigo.
En Cambridge asistí a clases de Botánica y Geología impartidas por profesores que supieron cultivar en mi la afición por el campo, las excursiones y la observación de la naturaleza. A los tres años me gradué y me disponía a hacerme párroco rural cuando recibí una carta que cambió el curso de mi vida.
En esa carta se me ofrecía el puesto de naturalista a bordo de un pequeño velero, el Beagle, que iba a dar la vuelta al mundo, para levantar mapas y recoger informaciones sobre las regiones más remotas del globo. Acepté entusiasmado. Si hubiera sabido la dureza del viaje que me esperaba, tal vez hubiera dicho que no.
Casi cinco años, interminables mareos y nauseas, y una enfermedad contrída en Sudamérica de la que nunca me recuperé por completo. Ése fue mi pago por participar en tan fascinante aventura. Y no olvido lo peor: vivir encerrado en un camarote tan pequeño que apenas podía estirarme para dormir. Y, sobre todo, compartir charlas y almuerzos con el soberbio y colérico capitán Fitzroy.
Atravesamos el Atlántico, visitamos las selvas brasileñas y la pampa argentina, cruzamos el cabo de Hornos, recorrimos los Andes y recalamos en las islas Galápagos. En todos estos lugares hice largas excursiones, recogí cientos de ejemplares de plantas, fósiles e insectos, pero, sobre todo, observé.
Observé, al principio, con los prejuicios propios de alguien educado en las creencias tradicionales. Ya sabéis: los seres vivos creados de golpe en un sólo día, y todo eso. Pero, poco a poco, tantas asombrosas semejanzas entre organismos alejados, tantas adaptaciones inexplicables por puro azar, tantos fósiles de animales parecidos a los actuales,... hicieron que se abriera paso en mi mente otra inquietante posibilidad.
No recuerdo bien si fue en las Galápagos donde esta posibilidad empezó a tomar forma. Sí estoy seguro de que en 1836, de vuelta en Inglaterra, no podía dejar de pensar en ella. Decidí recopilar toda clase de informaciones sobre la naturaleza de las especies. Leí montones de libros de agricultura y ganadería, y no paré de refinar mis ideas sobre las variedades de plantas y animales.
Por fin han surgido destellos de luz, y estoy convencido, en contra de la opinión de la que partí, de que las especies no son inmutables. Es casi como confesar un crimen.