Si nos hiciéramos las preguntas realmente fecundas para hacer avanzar nuestra comprensión de la historia de la Ciencia, una de ellas sería seguramente ésta. Para formular una teoría evolutiva no se necesitan grandes desarrollos tecnológicos ni tampoco un sofisticado aparato matemático: basta con un conocimiento de la diversidad de seres vivos y un agudo sentido de la observación aplicado al medio natural.
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La respuesta que nos proporciona la historia de la ciencia y del pensamiento es, dicho de manera breve y tosca, que a Aristóteles le faltaba un marco conceptual dinámico, algo que no se desarrolló hasta la Edad Moderna. Dicho en términos más gráficos, Aristóteles - como casi todo el mundo en su época - observaba la naturaleza a través de unas "gafas" fijistas. Esta entrada trata de mostrar, muy sucintamente, cómo se creó el clima conceptual que permitió el florecimiento de diversas teorías evolutivas en el siglo XIX.
En la actualidad se conocen casi dos millones de especies
diferentes, pero los especialistas en biodiversidad estiman que el número de
especies existentes es muy superior, tal vez de unos diez millones. Explicar el
origen de tal variedad de formas de vida constituye uno de los grandes
problemas que debe intentar resolver la Biología.
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Por otro lado, hasta por lo menos la época de la Ilustración
(siglo XVIII en Europa), el pensamiento sobre la naturaleza estaba muy influido
por las explicaciones míticas y religiosas, que, en casi todas las culturas,
consideran a la vida como una creación divina. En Europa, el relato bíblico,
común a todas las religiones cristianas, establecía que tanto la Tierra como
los seres vivos habían sido creados por Dios hace unos 6000 años. Esta forma de
pensamiento, conocida como creacionismo, alimentaba la cultura
y la ciencia europeas, reforzando las ideas fijistas de sentido común.
Sin embargo, a fines del siglo XVIII, las ideas sobre la
naturaleza comenzaron a cambiar. Las expediciones científicas que los imperios
coloniales efectuaron por todo el mundo dieron a conocer en Europa la enorme
variedad de formas de vida existente en Sudamérica, África, Asia Oriental,
Oceanía, etc., y – lo que quizá sea más asombroso – su extraordinario ajuste a
las condiciones climáticas y ambientales de cada lugar. Además, el
descubrimiento de multitud de fósiles de animales muy diferentes a los actuales
hacía pensar en una Tierra mucho más vieja de lo que el relato bíblico hacía
suponer. Por último, la idea de cambio
se hacía presente en todos los ámbitos de la vida: tecnológico (Revolución
Industrial, barco de vapor, ferrocarril, etc.), social y político (Revolución
Francesa, pujanza de la burguesía y de su estilo de vida), religioso (leyes de
libertad religiosa en gran parte de los estados europeos) y científico
(nacimiento de la Química, grandes avances en Física y Astronomía,
descubrimiento de nuevos planetas, etc.). Los tiempos y las mentalidades
empezaban a estar maduros para aceptar que los seres vivos también cambian.
Las consideraciones anteriores explican que, tras siglos y
siglos en los que apenas nadie había propuesto ninguna hipótesis evolucionista
para explicar por qué la vida es tan
diversa y ordenada a la vez, a comienzos del siglo XIX se multiplican los
científicos que, en distintos países y con puntos de vista muy diferentes,
exponen ideas evolucionistas sobre el desarrollo de la vida en la Tierra.
Erasmus Darwin (abuelo de Charles R. Darwin) en Inglaterra, Humboldt en
Alemania, Lamarck y Saint-Hilaire en Francia,… hasta llegar a Darwin y Wallace
en la Inglaterra de mediados del siglo XIX.
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