Pocas personas no especialistas en Biología habrán oído
hablar de los Ctenóforos, ni siquiera bajo el menos intimidante nombre de “nueces
de mar”. Son pequeños, marinos y no muy
fáciles de ver. A partir de ahora, sin embargo, pueden ser algo más conocidos,
porque la recién publicada secuenciación de su genoma los coloca en la base del
árbol evolutivo que lleva desde los más antiguos organismos pluricelulares
hasta los actuales animales. Dicho de otro modo: los Ctenóforos parecen ser el
grupo animal más antiguo, del que descenderían, por ramificaciones sucesivas,
todos los demás integrantes del Reino Animal.
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Pues bien, la secuenciación del genoma de los Ctenóforos
parece contradecir esta hipótesis, al adjudicarles una mayor antigüedad que las
más sencillas -estructuralmente hablando- esponjas. Habrá que reconstruir
cuidadosamente esa parte basal del árbol evolutivo de los animales, asumiendo
que, desde casi el comienzo de su desarrollo, nuestros antepasados del Reino
Animal disponían de tres hojas embrionarias, y que posteriormente, algunos
perdieron una de ellas, originando los más sencillos Poríferos (las esponjas).
Sin embargo, este hallazgo nos proporciona otra lección al
menos igual de interesante, pero esta vez no sobre el contenido de nuestras
teorías, sino sobre cómo las concebimos, dejándonos llevar a veces por
concepciones más estéticas que meramente científicas. Existen muchas pruebas,
directas e indirectas, de que los primeros seres vivos debieron ser similares a
los más sencillos de los actuales: unicelulares y carentes de núcleo celular,
como las actuales bacterias. A partir de ellos, la selección natural debió
favorecer la aparición de formas de vida más complejas. Células con núcleo,
organismos coloniales, pluricelulares etc.
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Anémona (Cnidario). |
De aquí a suponer que la evolución hace progresar a la vida
desde formas simples a otras progresivamente más complejas, solo hay un paso,
el que dio Lamarck y su “Biología del sentido común” (¡ay, qué malas pasadas
nos juega el sentido común en Ciencia!), y que, a su vez, nos recuerda tanto la
scala naturae de los antiguos. Desde
luego, es intelectualmente cómoda, incluso reconfortante, la idea de la
evolución como un camino ascendente desde las formas más sencillas hasta las
más elaboradas, culminando en nosotros, poseedores del cerebro más complejo y
la conducta más refinada. Sin embargo, no hay ninguna prueba empírica favorable
a esta visión (procedente, por otro lado, de ámbitos exteriores a la ciencia),
mientras que sí hay muchos indicios, como este del genoma de los Ctenóforos
- de que los seres vivos pueden originar
formas de mayor, menor o igual complejidad dependiendo de las presiones
ambientales que actúen sobre sus genomas. Otro ejemplo que puede ilustrar la
falta de direccionalidad de la evolución se encuentra en nuestros propios
orígenes. En los últimos años se están acumulando más y más pruebas de que la
posición erguida (ese carácter que, junto con nuestro gran cerebro, parece
marcar nuestra diferencia con nuestros parientes simiescos) apareció y
desapareció varias veces en el desarrollo evolutivo de los Primates. Es más,
hay datos del registro fósil que apuntan a que el antepasado común de
chimpancés, bonobos y humanos poseía ya este carácter, que habría desaparecido
posteriormente en la línea evolutiva que llevó a los chimpancés.
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Medusa (Cnidario). |
En conclusión, la secuenciación del genoma de las nueces de
mar supone un nuevo revés para la idea, siempre acechante, de la evolución
direccional. Las sencillísimas esponjas parecen descender de las más
complicadas nueces marinas. La evolución no sigue un progreso, ni siquiera
hacia una mayor complejidad. Los seres vivos cambian, sin más.
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